El salitre en la memoria de Araya
Hace medio siglo Margot Benacerraf presentó ante el mundo su obra cinematográfica Araya, en la que describió el día a día de los hombres y mujeres que vivían de la pesca y la sal en ese pueblo. Me reencontré cincuenta años después con algunos de los protagonistas de esta célebre producción del Séptimo Arte.
Frank López Ballesteros
La península de Araya está ubicada al norte del estado Sucre, un tramo de mar de setenta kilómetros la aísla de un fragmento de la masa continental de Venezuela y desde lejos la hace ver como un tierra inhóspita, colmada de peces y leyendas marinas que se resisten a ser devorados por el apetito insaciable de los humanos.
Cuando alcancé a llegar al Puerto de Cumaná, me aproximé al muelle. Los barcos que salían para la península de Araya aún reposaban mientras los peces resurgían de su alumbra nocturna. Los marineros que arribaban en las lanchas recogían su arsenal, a la postre de pelícanos que hurgaban para saciar su hambre noctívaga con cualquier animal muerto que sobre el muelle pudiese haber.
La idea de encontrarme con el verdadero pasado de ese lugar, el que inmortalizó ante el mundo la cineasta Margot Benacerraf con su película sobre la vida y el trabajo en las salinas de Araya, despierta una incertidumbre inquietante. Desde allí, cientos de generaciones alimentaron por siglos la ansiedad de los conquistadores europeos por arribar a América.
Los pocos botes anclados al puerto estaban atestados de barriles de gasolina. Cavas amarillentas, cuerdas, redes deshilachadas, anclas corroídas y todo el ajuar que convierte a los pescadores en los señores del mar. No lejos, como efigies de santos, las botellas vacías del ron blanco sostenían el paisaje.
Todas las mañanas, a las siete, doña Feliciana Hernández instala su mesón de madera en el puerto. Lo cubre con una bagatela de mantel aflorado que ha perdido el brillo por los golpes del sol.
Feliciana es la cuarta generación de mujeres del puerto que vende empanadas para los que van y vienen de Araya, que por una especie de ritual, --el que concede la ancestralidad--, se detienen frente a su puesto para conceder un simple ¡buenos días!, a lo que ella, con una sonrisa comercial, y sin descuidar la confección de su masa, replica: ¡buenos días, mijo!
Desde Cumaná partí al puerto de Manicuare, en Araya, el que desnudó insólito y mágico José Ignacio Cabrujas en la película de Benacerraf, y desde donde los ‘arayanos’ zarpan hacia el mundo exterior en botes que parecen naves lunares que surcan el mar sobre el correaje de las olas para llegar a respirar por instantes un aroma que no es el de la sal.
La carroza del mar
A bordo del tapaíto, eran pocos los que no conocían la vida y las andanzas de cada uno. En un cruzar de saludos ceremoniales que se golpeaban entre sí, unos respondieron por otros, y en segundos, no hubo voces descifrables entre el más raudo acento oriental. Mientras, otros permanecieron silentes navegando abstraídos por la brisa marina que sacudía sus rostros y los llenaba de sal a través de las ventanillas salpicadas por el agua.
A mi lado se tumbó quejosa una anciana mulata con una cabellera cenicienta que me deleitó por la delicadeza de sus ásperos rizos caribes, el efluvio del Jean Nate con que refrescó su piel y esa mirada traviesa, que en sus años de moza debió seducir al más recio de los machos de pueblo de las costas venezolanas.
En el viaje de casi veinte minutos, vestida con una falda naranja rozagante, lidió contra la antipatía de las olas para mantener la rigidez de su cuerpo magro sobre el asiento, como las reinas de belleza en sus carrozas.
A medio camino, entre el puerto y la nada, el calor sofocaba y el nauseabundo olor a gasolina abraza las maderas. Por un instante la luz se hizo más transparente y el aire más puro, y los pocos que hablaban dejaron de hacerlo y los que no lo hacían, lanzaron sus primeras palabras en una travesía cotidiana para muchos y que estaba a punto de terminar.
El capitán del tapaíto era un moreno de unos cincuenta años. Delgado, de bigote negro y muy grueso y ojos del color del ébano. Llevaba una camiseta sin mangas y sobre esta, una pequeña cruz de madera que le daba la sublimidad de un navegante corsario.
Frenando la nave, y en un tono melódico –el de los cumaneses natos-- espetó lo que tantas veces ha repetido hasta la saciedad en sus años de marinero: ¡Arayaaaa!
Eran las nueve de la mañana. Llegué hasta allí para encontrarme de cerca a los escasos protagonistas con vida de aquella pieza del Séptimo Arte, que en los años cincuenta fue glorificada en el Festival de Cannes. Medio siglo después son pocos los que imaginan el deleite que tuvo ese lugar y lo que es capaz de exhibir con sus paisajes estelares de brisa marina.
La voz de Justina
Hoy como ayer, como hace siglos, los hombres han seguido viviendo en Araya con lo que les da la salina. Hoy, también como ayer, el sol y el mar no han dejado de hacer sal, pero el tiempo cambió las formas.
Las salinas de Araya tienen un aire misterioso; los pocos focos de vida los da su gente, los niños que andan por las calles con la piel tostada, casi naranja, y sin camisetas bajo un implacable sol que no perdona y todo lo cobija. Grandes amasijos de hierro consumidos por la barbarie de la herrumbre y olvidadas por los tiempos, es el panorama habitual.
Araya es, quizá, un mítico recuerdo dentro del mundo de la cinematografía universal que evoca el pasado y aún vive en el ayer.
“Poco ha cambiado en este lugar, más que los que estaban vivos, ahora están muertos”, advierte resignada Justina del Valle Rivero, aquella joven que con 17 años cargaba un jarrón de barro sobre su cabeza, y fue la imagen universal para la película de Benacerraf, dándole vida al libreto que Cabruja preparó para acompañar el rodaje.
Justina tiene ahora 70 años, ocho hijos, arrugas y cansancio acumulado. De joven era una mulata fina, del color del caramelo en reposo y con una mirada de inocencia que le hacían juego con su carácter.
“El único pago que recibí de esa película es hacer empanadas desde las cuatro de la mañana hasta las doce del día” dice con una sonrisa nerviosa entre los labios, mientras seca el sudor de su rostro en la salita de su casa.
Justina es una de esas mujeres que la fama pasó por su lado y no le hizo amago alguno. Ella, como muchos personajes de la obra no obtuvo alguna recompensa de la sublimidad de “Araya” y de los aplausos que desde el mundo recayeron sobre la obra de la cineasta.
“Me fueron a buscar a mi casa para saber si quería participar; fue la propia Margot, un señor llamado Carlos Cabezón, y el prefecto del pueblo que era Eugenio Patino. En ese entonces yo valía, era un muchachita buenamoza”, relata Justina, mientras recorremos el único pasillo de su casa impregnado del elixir de su colonia de niña.
“Antes en la época de Marcos Pérez Jiménez –se lamenta Justina sentada en su mecedora de mimbre rojizo-- se ganaban ocho bolívares a la semana, pero la vida era mucho mejor que ahora, era más barata, se podía mantener a una familia completa. Ahora se gana más, pero se tiene menos”.
El rodaje del documental duró varios meses en los cuales los productores estudiaron escrupulosamente cada espacio del paisaje lunar de las salinas y los contrastes de una escenografía natural donde la albura de la sal es monótona.
“Fueron días agotadores. Hasta que no saliera bien la grabación no nos podíamos ir”, añade “la actriz”, como se dice así misma la propia Justina, en sorna: “El pago que me dejó Margot Benacerraf fue que nunca me brindó el refresco que me prometió”.
Pocos son los protagonistas que quedan de esta producción que marcó los años cincuenta, una época álgida en la historia venezolana en la que las luchas contra la dictadura del general Marcos Pérez Jiménez estaban en apogeo, y la democracia era un anhelo inquietante de las masas, incluso en la remota Araya.
Justina, con los brazos yertos frente a la puerta de su casa y como en un trance de reminiscencia dice: “Aquí supimos que se fue Pérez Jiménez…bien tardecito, pero supimos…”
Hollywood de sal
Manicuare quiso llegar a ser una parte de Hollywood, pero aquí no desfilaron limusinas, sino peñeros. No hay mucamas con trajes negros, sino viudas con el hábito que obliga el protocolo por los muertos. No hay mimos o malabaristas, solo muchachos alegres que van y vienen con sus bolsos en la espalda al compás del monótono campanear del heladero o el reggaeton que exacerba el ánimo de los pobladores.
Los días en Araya son cortos y parsimoniosos. Las nubes se mantienen en su lugar hasta las seis de la tarde, cuando son llamadas a redoblarse para la guardia nocturna. El sol de medio día se queda inflexible sobre el cielo y el único ruido que se escucha es el del mar que hace concierto con el de los motores de los tapaítos y el bullicio de los pescadores que arriban y parten a cada instante.
A esa hora, una anciana que correteaba de un lado a otro como gallina ciega en el puerto despertó mi atención. Sobre su hombro izquierdo llevaba una cesta con pescados el cual sostenía con una fuerza hercúlea sin mostrar el más mínimo padecimiento.
Con su cara perdida entre las arrugas me detuve un instante al frente de ella mientras su impaciencia brotó por los ojos. Espeté la pregunta habitual que puede hacérsele por corazonada a cualquier arayera de su edad. “¡No, no pude estar en la película!, vaya a donde Fortunato, él sí estuvo” respondió la anciana con un raudo acento oriental, mientras se abría camino con su cesta de pescado tambaleándose.
Entre las risas, las bromas y las miradas de los desconocidos los pobladores de esta zona han ido olvidando o quizá ni imaginen, el papel que tuvo Araya sobre la gran pantalla.
En casa de Fortunato “Araya” es un pasado. De cuerpo enjuto, bajo de estatura y unos ojos del color de la tanzanita, me recibe con cerveza en mano y una sonrisa de los hombres viejos alegres, mientras se columpia en su hamaca.
Sobre la zaga de su familia, los míticos Pereda, Cabruja edificó la historia de un lugar en el que el tiempo pasa como si fuera un reloj de arena indefinidamente volcado.
Contaba con 25 años cuando el rostro de Fortunato se hizo universal: su familia era del linaje que generación tras generación “cultivó la sal”.
“Fue algo bonito, pero había ´peroles´ en todos lados, yo me emocionaba” relata, ya casado, con hijos, nietos y una generación atrás que dice: “me recuerdan”. “Yo sé que a todo el mundo le gustó la película, por eso me recuerdan…”.
Fortunato también preserva pocas cosas de aquel momento, más que los recuerdos. Entre pequeñas casas de un babel multicolor sobre las orillas de la playa, aún viven personajes gloriosos como Gualberto Rivero, quien según Justina cantó para el documental una pieza dedicada a los salineros.
En Araya unos pescan, otros construyen, hacen las redes y preparan el anzuelo. Los pequeños botes de madera siguen adornando las orillas mientras las montañas de sal rompen la monotonía horizontal del paisaje en un lugar donde la magia del cine coló de anhelos y frustraciones a un pueblo que hoy, como ayer sigue viviendo de la sal.
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