Una odisea por Carlos Monsiváis

El maestro cumple hoy 19 de julio un mes de fallecido. Preparé esta crónica- reportaje en su honor y la mexicanidad

De lejos aterraba la escena de una legión de reporteros que desde los rincones más absurdos e impronunciables de la Tierra codiciaban hablar con el homenajeado. Era el inicio de un esquimal invierno en diciembre de 2006: la Feria Internacional del Libro (FIL) de Guadalajara distinguía a una de las figuras más memorables de la escritura mexicana.

Desconocido para unos, excéntrico para otros. Excesivamente franco, irónico. Era a Carlos Monsiváis al que se le entregaba la llave del Olimpo por su invaluable aporte a la crítica y a la palabra en tiempos en que muchos la destruyen.

El veredicto de aquel premio de Literatura de la FIL resumía a Monsiváis en breves connotaciones: “forjador de un lenguaje distinto para representar la riqueza de la cultura popular, el espectáculo de la modernización urbana y los códigos del poder''.

Resulta arriesgado hablar sobre los vivos, pero más aun de los muertos, y peor, de los que están predestinados a convertirse en leyendas. De Carlos Monsiváis habrá siempre mucho que apuntar en cualquier forma, y cuando supe de su fallecimiento el 19de junio de 2010 vino a mi mente aquellos días en los que fui testigo del talante y la prominencia de un verdadero forjador de las letras y el periodismo que, por sobre todas las cosas, tomaba la realidad ajena para sí, con el menor resquicio de prepotencia. Por muchas cosas, era humano entre los humanos.

La primera vez que escuché hablar sobre él no dista de décadas planetarias o de generaciones pasadas, fue precisamente en octubre de 2006, a escasas semanas de viajar a Guadalajara, cuando mi jefa en la revista PAX, mi primer trabajo como periodista, discutía con fanatismo sobre Monsiváis como un semidiós vivo al que había que reverenciar.

Por esos días comencé a buscar con vehemencia todo cuanto se hubiese escrito de su figura y todo cuanto él plasmó sobre papel. Me inquietaba la idea de que él quería establecer un museo propio para “sus” artes, con todas las obras que había coleccionado desde el tesoro de la juventud.

Entrevistarlo fue una cruzada difícil a la que uno como periodista tiene que enfrentarse como corsario para llegar a tierra firme. Por esos días la FIL era una jungla de sabios y mediocres que con sus voces ambicionaban concienciar al mundo. Era la primera aventura o expedición reporteril –para que no pierda seriedad-- a la que me veía enfrentado con el morbo que concede la osadía.

Esa semana en la feria, con el sigilo de detective, o el maniatismo de los neuróticos, seguí cada paso de su agenda copada hasta la saciedad del más mínimo encuentro protocolario. Sus amigos y colegas, unos más prominentes que otros, querían compartir entre sí en medio de los escasos ratos libres que el honor permite darse.

Mientras las horas se perdían en el “sin nada”, sacudía cielo y tierra: hablaba con los vivos y les rogaba a los muertos para que intercedieran ante Monsiváis y poder así despojarle algunos minutos de su espacio consumido por las agendas, y así respondiera las absurdas preguntas que traía desde la trastornada Caracas en un cuaderno virgen y con las que buscaba saciar mis propias dudas.

Recuerdo la mañana en que me atravesé en la puerta del elevador del Hotel Guadalajara Hilton donde se estaban alojando el séquito de escritores, políticos y todo cuerpo viviente de renombre y poder que asistían a la Feria. Monsiváis se mostró sorprendido cuando le confesé que llevaba varios días siguiendo sus pasos con maniatismo, y que sabía que por esas horas no había encuentros pendientes, por lo menos sobre papel. Se inmutó. Apenas yo relucía la esencia de un universitario más acomedido a las lecturas pornográficas y los jalones de cannabis, que a los libros de lomo de cuero y letras doradas.

Espetó una sonrisa disimulada y miró su reloj a reojos. Guardó silencio y detalló el lugar: “¿Ve aquellas mesas? Espéreme allí, pero le advierto que esta maldita tos no me deja tranquilo, y con el frío que está haciendo me pongo peor para hablar”. El ascensor abrió sus dos puertas, se montó, y frente al espejo comenzó a masajear el lazo de su bufanda marrón para darle forma.

Eran las diez de la mañana y las mesitas para el café que adornaban la entrada del Guadalajara Hilton parecían estacionadas en una plaza pública. El maestro arrastraba la atención de cuanto humano y fantasma deambulaban por la zona.

De cabeza redonda, cabellera cenicienta ajustada a la forma del cráneo y ojos ávidos detrás de unos lentes de pasta dorada como lupas, a Monsiváis se le reconocía a lo lejos: era un anciano chistoso que lo había dado todo por la mexicanidad.

Tenía un caminar aligerado, lomo innoble y voz gruesa con la que nunca pasaba inadvertido, y por esa natural razón que concede el destino, una simple entrevista se convirtió en una odisea colosal que fecundó en cuatro escenarios distintos al primer encuentro pautado en aquella etérea mesita de madera chamuscada donde empezó.

Con la primera pregunta trataba de romper una muralla de hielo evidente de una conversación entre desconocidos, y, para ser sincero, una respuesta de ese talante, en un lugar como la FIL donde no había espacio para tantos apellidos famosos, me animó a proseguir.

—¿Qué significa para un escritor ser crítico, ver la
realidad, saber interpretar?

—Nadie puede decir de forma sensata que es crítico, que
intenta serlo sí, pero hay muchos factores en contra que
van y vienen. Ser crítico es algo que la realidad establece,
no que el periodista determina. Además, creo que tiene que
ver mucho con la posición social que se adopte; a fin de
cuentas, con la postura política. Yo me ajusto a ese papel,
me adapto, porque si soy verdaderamente un crítico o no,
dependerá del esfuerzo informativo en el orden que sea:
político, económico o social. Son muchos factores para que
uno se enorgullezca de decir que es un crítico verdadero.


Monsiváis terminó siendo un gran cronista de la cultura popular mexicana y de su vida cotidiana, además de un agudo crítico del poder y autor de biografías como las de Salvador Novo y Amado Nervo, la pintora Frida Kahlo y María Izquierdo. Pero lo recordaban por ser un apoderado de las voces más escuálidas, lo que atrapaba por la forma lírica, sarcástica e irónica en que lo reflejaba.

A esa primera cuestión vino una coral de reflexiones sobre sus escritos y obras poéticas. Por aquellos días le preocupaba que la guerra en Irak siguiera generando fanáticos, y peor aun, defensores a ultranza. La primera conversación duró escasos quince minutos; se tomaba el tiempo y la razón, que considera justos para hablar.

—¿Cómo es el siglo XXI que usted percibe?
—Hay una tendencia generalizada a prestigiar el mal. La
hubo cuando se apoyó la invasión a Irak, pero es allí cuando
se pondera la fuerza económica de China sin tomar en cuenta
la brutal represión que existe en ese país contra sus ciudadanos.
Apoyamos el mal sin saber que lo estamos haciendo,
con los ojos cerrados, bajo los propios intereses personales.


Tras ese trance de exaltación, nada menos que José Emilio Pacheco, un símbolo de la literatura viva nos interrumpió, a lo que Monsiváis sin desaire y compromiso me dijo: “Sé que le ha costado mucho conseguirme, pero tengo que hablar con Pacheco, le prometo que continuaremos más tarde, en la cena”. Tosió dos veces, tomo una vetusta carpeta marrón y se marchó. Quedaron en el aire 39 preguntas que insólitamente sorteaba en hacerle.

Como un mexicano consciente del oprobio de un país, le afectó con profundidad la masacre de los estudiantes en la Plaza de Tlatelolco en Ciudad de México en 1968, y fue con su libro Los procesos de México a escasos dos años de aquella tragedia, en el que alcanzó a narrar los juicios contra los estudiantes arrestados tras ese holocausto sangriento. Fue una forma de exorcizar su repudio frente a ese hecho, y la obra que devoré con saciedad por su impecable descripción.

Durante aquellos días en Guadalajara el bullicio huracanado que dejaban, por desprender la memoria de algunos nombres, José Saramago, Gabriel García Márquez, Carlos Fuentes, José Emilio Pacheco o Nadie Gordiner, se llevaba la atención y cordura de quien por algún atisbo quería palpar la sabiduría en carne propia. La noche en que debía continuar la entrevista se vio frenada por un encuentro de agenda que no asomé a detallar. Creo que tampoco el propio Monsiváis.

En la mañana continuó de improviso la entrevista. Por una extraña casualidad de las que permite la indulgencia, me invitó a acompañarlo a su desayuno cuando atisbó mi presencia en el restaurante del Hilton, atestado hasta la saciedad de prolijos escritores que intercambiaban sus miradas sobre el mundo.

Durante esos minutos pudimos continuar la conversación. Monsiváis saboreaba unos tacos mientras su papada hacía perder la compostura de la bufanda que no soltaba. -“¿Sabe lo que hicieron ayer?”- preguntó mientras sacaba de mi bolso la agenda con las preguntas. “Llevaron a niños a ver mis obras de arte al museo, ¿Por qué hacen eso? Los chamacos no aprecian el arte, me desesperaba verlos allí todos sueltos, ¡qué desespero!”, se quejaba en medio de la risa de los que estábamos en la mesa a la espera de conversar.

“Continuemos con la entrevista, perdone”, dijo, fijando su mirada sobre el cuaderno. Por esos instantes el maestro argumentaba con linealidad cada una de las cosas que le preguntaba. Habla poco cuando tenía que hacerlo y se extendía cuando lo ameritaba. En cada intervalo tomaba su tasa de café y soplaba el valor que expedía. “Odio cuando parece lava”, rezongó.

Este gran maestro tenía la genialidad de la ironía y la utilizaba cuando algo le parecía absurdo o infundado. Aún no podía creer que Felipe Calderón había ganado la Presidencia de México sobre la fugaz figura de Andrés Manuel López Obrador, a quien por esos días la prensa mexicana le dedicaba especial atención. “Le digo algo, Calderón es un presidente espurio que los gringos apoyaron, el verdadero ganador es la izquierda”, se quejaba en uno de esos intervalos de la entrevista, lo que dio pie a una pregunta improvisada.

¿Cuál debe ser el papel que deben tener los comunicadores
cuando hay gobiernos que ejercen presión sobre
la información?

—Si no hay independencia en el periodismo, no hay
nada. Me parece que el sometimiento a un régimen es grotesco
y banal. Cada periodista toma sus posturas y decisiones,
en eso no hay reglas, pero la dependencia de los
gobiernos es funesta.


Monsiváis hizo observaciones críticas sobre la influencia estadounidense en la cultura mexicana, pero también de los cambios morales y sociales que experimentaban sus compatriotas al cruzar la frontera. Escribió un sinnúmero de crónicas, ensayos y columnas en medios mexicanos, además de libros como Días de guardar, Amor perdido, Nuevo catecismo para indios remisos y Aires de familia. Cultura y sociedad en América Latina.

La conversa se vio interrumpida por segunda vez con la llegada de una buenamoza mujer vestida de un blanco impecable, que con sonrisa comercial invitó a Monsiváis a darse prisa porque en breve tenía que ir a develar el busto que en el paraninfo de la Universidad de Guadalajara se había puesto en su honor tras ganar el Premio de Literatura de la FIL ese año.

La desesperación en mi rostro se hizo evidente y fue en ese preciso instante cuando él, por compromiso o lástima –nunca lo sabré—, preguntó a la encargada del evento si era posible que yo le acompañara a la cita de la universidad ya que tenía una conversación pendiente. El sí de aquella mujer daba paso a otra odisea que al final creo que el maestro disfrutó.

Dentro de una camioneta blanca que sorteaba las largas calles de Guadalajara, Monsiváis y yo estuvimos hablando de política: sobre Hugo Chávez y la izquierda mexicana. De los fenómenos continentales y las pesadillas de América Latina. La guerra de Irak, lo bueno y malo de Estados Unidos.

—Muchos intelectuales hablan de un auge fulgurante
de las izquierdas. ¿Esto es realmente cierto o es simplemente
una retórica antiestadounidense?

—El capricho antiyanqui ya no tiene sentido porque eso
es situar a una nación como los responsables, pero la actitud
contra el imperio norteamericano, creo que sí es obligada
después de los desastres que han hecho. Como mexicanos
vemos lo que significa la persecución a los
indocumentados, esto nos obliga a una
reacción contra el imperio, pero no contra
la población. Eso no tiene sentido.


En aquel viaje transitorio en ese carro rumbo hacia el compromiso que significa un busto, me habló de su museo, el hijo propio que no llegó a tener. El Museo del Estanquillo, en el Centro Histórico de Ciudad de México, lo quería para que “todos puedan ver, criticar y desgatar lo que considero hermoso, lo que puede ser arte”, dijo con respiración arenosa mientras volvía en sí por la tos que le aquejaba.

Y es que durante 33 años se dedicó al coleccionismo. Con más de doce mil objetos, entre fotografía, dibujos, caricaturas y objetivos del arte popular mexicano, este hombre de letras quería inmortalizar sus fuentes de inspiración.

Tras esel momento de impresiones encontradas, prometí enviarle dos piezas de una colección privada de mis fotografías sobre la mano de obrera en Venezuela, y otras sobre Cuba, lo que respondió con una sonrisa forzada de los que no saben qué decir con las palabras sobre todo por él era ajeno a falsear lo que no siente.

Tras la odisea de las conversas y los actos en la Universidad de Guadalajara, Monsiváis y yo entablamos una minúscula amistad de compromisos que durante una semana se hizo como de años. Recordaba mi nombre y las pocas veces de escasez de formalidad me invitaba junto a sus amigos a acompañarlo a tomar un sorbo de agua. Por ese entonces la tos lo tambaleaba.

Hasta los últimos días de la Feria Internacional del Libro de Guadalajara la presencia de Monsiváis seguía siendo todo un acontecimiento, y antes de despedirme le pregunté qué leía, pues entre tantos tumultos para hablar había perdido el orden de las cosas.

—Estoy leyendo Historia de México. Leo los libros dedicados a
Irak de un modo compulsivo porque no puedo creer que se
haya cometido un desastre de ese tamaño. De vez en cuando
leo poesía.


“¿Terminó la entrevista?” inquirió en sorna mientras yo cerraba mi cuaderno. “Le mando las otras 15 preguntas por correo junto con las fotografías”, respondí con seriedad. Echó una carcajada disimulada y anotó su dirección en la agenda: “Aquí está la dirección, pero, por favor, sin las preguntas”.

La mañana del 19 de junio de 2010, sentado frente al televisor del trabajo, me enteré con mucho pesar de que Carlos Monsiváis había fallecido a los 72 años por una afección respiratoria. Aquellas interrupciones violentadas por la tos durante las entrevistas fueron una señal pitonisa de lo que le condujo a su final quizás infeliz.

Un discurso que le escuché cuando develaba su busto en la Universidad de Guadalajara en 2006 revelaba su preocupación por la muerte, aunque pienso a estas alturas que es difícil saber si realmente le atormentaba ese extraño fenómeno de la naturaleza.

“Sólo quiero una cosa: –expuso con seriedad esquivando el peso de sus lentes-- pedirles de veras muy afectuosa y entrañablemente que cuando me toque el momento que a todos nos toca, que cuando mis aspiraciones dejen de latir, como supongo que alguien dice, que entierren primero al busto”. Aquellas palabras esa mañana despertaron las risotadas más insólitas en un lugar tan solemne como el paraninfo de una universidad.

Carlos Monsiváis fue ajeno a la autopontificación y por eso México tiene una deuda personal: mantener viva su ubicuidad. Son pocos los que quedan de su época y que hicieron del caos, la ironía, la sátira y lo injusto, cátedras de conocimientos que él disfrutó a la extremidad. Por mi parte queda enviar las fotografías que le prometí. No quiero que en cualquiera de estas noches toque la punta de la cama y me atormente como tanto lo hice yo para poderlo entrevistar.

Foto principal: Saúl López/Efe
Video en Youtube del homenaje a Monsivais en la FIL.



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