Entre negros y blancos en Haití
Una calle de Puerto Prìncipe donde se vende repuestos para moto (Foto/FLB)
Se cumple un año y dos meses del terremoto que golpeó las entrañas de Puerto Príncipe el 12 de enero de 2010. Esto es una crónica que explica el origen negro de Haití como República y, de algún modo, cómo la colonización, los sucesivos agravios y saqueos en este país no han hecho estallar una guerra racial como ocurrió en otras naciones negras del mundo.
Al atravesar el autobús el umbral de la frontera de Haití, me invadió una extraña sensación de miedo. Descorrí la cortina y comencé a observar por la ventana lo desolador que se hacía el paisaje. Lo turbio del ambiente a pesar del robusto sol del mediodía.
Se podía ver por esas ventanas como los hombres y las mujeres caminaban erguidos con el decoro de los acróbatas, llevando sobre sus cabezas enormes bolsas sin percatarse de sus pasos. Niños andando con sus madres. Otros, menos afortunados, protegidos por la nada, en medio de carros y camiones que se peleaban el estrecho tramo de tierra que separa a esa isla de su vecina República Dominicana.
Ese limbo jurídico bien llamado frontera es un lugar triste y exageradamente dispar. La diferencia entre una nación y otra es extenuante, y, sobre todo, desconsoladora. República Dominicana al lado de su vecino luce como un diamante frente a una bola de barro.
Aquel día pocas personas viajaban en el autobús, una docena de casi cuarenta asientos que podían estar ocupados. A mi lado se sentó una chica que se presentó como “Cristina”. Era una mulata de piel tersa y brillante, con facciones gruesas, el pelo largo y enroscado como espuma de alambre y una mirada coqueta que resplandecía por la desproporción de su maquillaje.
Su cuerpo tenía cicatrices: en el rostro, la nariz, los brazos y pómulos. Fueron los recuerdos que le dejó el terremoto del 12 de enero de 2010, en donde los brincos de la tierra esa tarde por poco le arrebatan la vida.
Al mismo tiempo que se retocaba viéndose en el espejo de su polverita rosada, Cristina narraba con la experiencia de una veterana, los sitios por los que iba a transitar el bus hasta llegar al terminal ubicado en Petionville, en el centro de Puerto Príncipe, la capital de la isla.
El recorrido hasta la parada se hizo embarazoso y agotador. Era como si los pasajeros hubiésemos empujado el autobús en medio de ese camino de piedras, huecos y abismos por el que transitaba. Se movía y ahogaba entra las tormentas de polvo que se formaban de la nada en la carretera, pero la chica dijo que el atajo que tomó el conductor era por una zona distinta al gran boulevard de Toussaint Louvertier, una vía menos afanosa y que conectaba directo con las calles de la estación.
En honor a Louvertier, prócer de la emancipación haitiana, esa extensa calle se construyó con desembocaduras que enlazan con los confines más remotos de Puerto Príncipe.
Por la ventana sólo buscaba interpretar el panorama, más bien desnudarlo. Detallaba cómo se movían las personas, cuáles eran sus gestos, sus acciones, sus expresiones. Cómo eran las mujeres, los hombres, qué vestían, con qué jugaban los niños, cómo lo hacían, qué se vendía en la calle. Hurgaba en el mayor recodo al que la mirada me permitía llegar en medio de la selva de concreto derruido que es la ciudad luego del sismo de 2010.
Lo primero fue lo más ineludible. Los hombres y mujeres eran de una negritud intensa, unos más que otros, pero oscuros como el abenuz. Los matices eran escasos, pero a diferencia de los propios africanos del Congo, Zimbabue, Senegal o Sudán, los haitianos lucen más claros, son de menor estatura, pero con los indubitables rasgos de sus ancestros: cabellos hirsutos, labios gruesos, la piel tostada, ojos muy redondos, y unos que otros andando sobre la tierra caliente y vidriosa con los pies desnudos como el caucho que aguanta el pavimento.
Desde la ventana se podía ver los rayos del sol reflectando sobre aquellas pieles que las hacía brillar mientras los restos de vidrio sobre el camino formaban pequeños agujeros de luz que aclaraban las cosas. En ese instante furtivo, me percaté de que había entrado al corazón de la primera y única República negra del Continente Americano, y que esa herencia del pasado colonialista se mantiene inquebrantable en la sangre de los haitianos.
Durante la colonización en el siglo XV, los españoles practicaron en Haití, rebautizada como La Española, un exterminio de los indios tainos. Estos eran descendientes de una tribu de los indios Arawak de Venezuela. Sin embargo, los franceses impusieron luego su cultura, explotando los cultivos de café y azúcar que se producían allí. Esa mezcla indefinida de negros en la isla se debió al grueso de esclavos que luego traerían de Europa los galos, así como el rezago de la raza taína, descrita por los historiadores como personas algo bajos de estatura, corpulentos, de piel cobriza, lampiños y de de cara ancha.
Caminado por una calle del centro de la ciudad, cercano al Palacio de Gobierno, un grupo de muchachos estaba discutiendo por la crisis política tras las elecciones del 26 de noviembre de 2010. Por lo moreno de mi piel uno de ellos comenzó a llamarme en un inglés acatarrado por el francés y creole:
--“¡Ei yu… hello, yu, camaun!--”, dice.
Resistí a acercarme y les respondí en castellano que no quería. Al percatarse de que hablaba español, uno de ellos soltó una carcajada y se envalentona entre los demás exclamando entre risas: “¡no, no, él habla español… yo hablo español holaaaa, amigo, hola…! Fue una exclamación a la que todos los que estaban allí le siguieron en un coro de voces gruesas gritando: ¡hola amigooooo!
Por esos días, en Petionville, una próspera zona de Puerto Príncipe en el que se encuentran la mayoría de las embajadas y misiones humanitarias internacionales, me acerqué a una pequeña plaza que tiene el lugar, la cual estaba abarrotada de tiendas de campañas con damnificador que desde lejos dejaban ver un laberinto de cuerdas y trapos colgados.
El sitio es similar a la Plaza Bolívar de Caracas, pero a diferencia de esta, la de Petionville se ha convertido en un hervidero de refugiados. En el recorrido tropecé con cuatro niños pequeños que comenzaron a seguirme y decían: “Yu, yu, one dollar, yu”. “White… one dollar, please… White, one dollar”.
Esa misma expresión acalorada entre el desespero: “White… one dollar please”, la escuché un par de oportunidades más durante los días que estuve en Puerto Príncipe. Entre las calles, por las ventanas, o desde los carros, oía a lo lejos: “White, one dollar”.
Hablar de negros o blancos en Haití a estas alturas es un debate desgastado. A diferencia de otras repúblicas negras del mundo, en este país no se exacerbó el odio racial como origen de los problemas y desgracias. Los haitianos han sabido llevar con orgullo el color de su piel; se manciparon como la primara República negra de América, y las reiteradas invasiones extranjeras no buscaron imponer un gobierno de “blancos” para oprimir, explotar o peor aún, segregar la raza, como ocurrió en Sudáfrica con el Apartheid.
En un edificio de tres pisos en Petionville, Norman Clarens tiene una tienda de electrodomésticos, ropa y artículos para el hogar. Desciende de una familia de inmigrantes sirios que llegó a Haití en la década de los sesenta, y nacido en Puerto Príncipe hace cuarenta años, su vida como un “haitiano blanco” no le ha dado problemas ni perturbaciones en su propio país.
Tiene el rostro ovalado con rasgos finos y perfilados. Es alto, de ojos marrones y el cuerpo enjuto. Sus dedos son lánguidos y su pantalón lo aprieta al máximo --más arriba del ombligo--, eso le deja lucir una joroba que trata de disimular entrecruzando sus brazos.
El señor Clarens tiene el habla parsimonia y entre el remolino del español e inglés, nos contaba a un grupo de reporteros que él como comerciante de origen extranjero, y con rasgos europeos, nunca había sentido que el color de su piel, de sus ojos o el tipo de cabello, fuera un punto de disconformidad entre la sociedad haitiana. “La guerra de los colores y los racismos aquí no lo vemos”, dice.
Los primeros negros llegaron a este país en el siglo XVI importados por España y Francia en el auge de su expansión territorial. Haití durante la colonia fue la joya de Francia y de ésta salían grandes cargamentos de azúcar y otros bienes rumbo al Viejo Continente. Pero la emancipación haitiana y la robusta convicción de querer ser libres hicieron que en 1804 se declaran en libertad convirtiéndose en una República.
Eduardo Galeano, el célebre escritor uruguayo, buscaba explicar en un escrito titulado “Los pecados de Haití”, que la historia del acoso contra ese país, que en nuestros días tiene dimensiones de tragedia, es también una historia del racismo en la civilización occidental. Recuerda la invasión de Estados Unidos desde 1915 hasta 1934 justificando que la raza negra es incapaz de gobernarse a sí misma producto de las teorías raciales que exacerbaron durante siglos el resentimiento en el mundo.
En Haití, bien no gobiernan los blancos, pero el poder, comprendido en todo su esplendor, tampoco es de lo negros. La clase intelectual y también política está consciente de que los mulatos –muchos de ellos descendientes de extranjeros-- como sirios o libaneses por ejemplo, controlan el poder económico y gubernamental que ayuda a darle apellido a los gobiernos en este país.
La llamada “burguesía de mulatos” es hoy una realidad que incordia a muchos haitianos que se sienten desesperado por la lentitud de la reconstrucción del país y el vacío institucional tras el sismo. Ellos controlan los bancos, las aseguradoras, los centros comerciales, los puertos, los hoteles, terminales de transporte; en sí, un sinnúmero de bienes que hacen andar a la isla.
La esclavitud, el colonialismo, los saqueos, las invasiones europeas y estadounidenses, no dejan de ser a los ojos de muchos negros la fuente de sus males. El mestizaje producto de esa herencia en Latinoamérica es poco palpable en las calles de Haití, donde en 1950 sólo 2.000 de los 3.500.000 habitantes de la isla eran blancos y el resto eran descendientes de esclavos.
Las Naciones Unidas elevan a Haití al puesto ciento cincuenta de un máximo de ciento sesenta y siete naciones, como uno de los lugares más pobre del planeta. Excesiva corrupción, una élite dictatorial que por 30 años saqueó el país, entre miles de cosas más, dan sentido a esa estadística de la miseria que logra explicar en muchos casos porque negros y blancos tienen que trabajar juntos para salir de la oscuridad.
Que ese cruce de sangres y pieles no perturbe ni traume a los haitianos son una señal de progreso y dignificación que, sin embargo, pueden verse alteradas con el transcurrir del tiempo en medio de la excesiva desigualdad y pobreza que impera en la isla. Hay una relativa paz, es cierto, pero una de las principales lecciones de la historia haitiana es que los repetidos agravios sociales e injusticias terminan tarde o temprano alterando esa tranquila sin que se sepa cuándo las aguas vuelven a su cauce.
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