La civilización incivilizada
Una soldado de EEUU acusada de torturar presos iraquíes en la prisión de Abu Ghraib (AP) |
La sociedad actual ha perdido su rol civilizador. Ha modernizado, eso sí, sus métodos de tortura, de violencia, de dolor. Es más minuciosa, celosa de sus errores y con la tecnología, si bien el hombre ha podido llegar a la luna y curar enfermedades, también aprendió a ocultar con precisión sus atrocidades.
La violencia en sus distintas formas ha vivido una transformación inusual en la medida que el tiempo exige cada vez más velocidad en la carrera de la llamada modernidad. El canibalismo, la sangre a borbotones en los anfiteatros y circos romanos, no están lejos hoy de verse en una esquina o frente a una Iglesia, mientras unos observan atónitos la escena y otros, llamados espectadores reclaman más fuerza bruta en una trifurca. Eso es la civilización incivilizada.
En tiempos del emperador Augusto, un bandido llamado Selurus fue lanzado a una jaula de animales salvajes y, desde entonces, la ejecución de condenados arrojándolos a las fieras se convirtió en una parte de los juegos en la antigua Roma. En la época republicana de Roma se pagan abundantes sumas para contratar a gladiadores que se mataban entre sí. Hoy, como menos, se gastan millonarias sumas de dinero para asistir a una pelea de boxeo donde dos hombre, como en el pasado, se destrozan entre sí, en el llamado “deporte rudo”.
Si la locura existe, es comprensible en algunos casos. Y nos preguntamos más bien, quién realmente está cuerdo y quién es un orate cuando la sociedad se mata entre sí. Y es que “la sociedad actual, como ni ahora ni antes, tampoco es civilizada, ya que no solo sigue matando a la gente, sino que las formas de hacerlo se han multiplicado”, apostillaba Gao Xingjian, el Premio Nobel de Literatura chino, que en sus “Ensayos Parisinos”, reflexionaba sobre la violencia y las letras.
Cuando Xingjian hablaba de las “nuevas formas de violencia” se refería al silencio, al mutismo en que una parte de la sociedad está derrumbándose frente a los crímenes, el fanatismo y las faltas, pues “el silencio es también un tipo de suicidio, un suicidio espiritual” para el erudito chino, acostumbrado y forzado durante muchos años a tener que guardar silencio, cosa que nunca terminó haciendo.
Así como el hombre llegó a la luna; inventó vacunas; creo el celular, llegó a la nanotecnología, entramos en los campos de exterminio; en los cuartos de ahogamiento simulados, o en los baños de ácidos como castigo religioso. El salvajismo fue, es, y será eternamente un reflejo oscuro de esta humanidad.
El odio, la venganza, el resentimiento y la aberración por la especie humana están llegando al paroxismo. Es entonces, un reflejo del lado oscuro del hombre, en cualquier país, a cualquier hora. El virus de la indolencia se transmite, y lo infame es que en Venezuela, por muchas circunstancias, se ha propagado por al aire sin que haya anticuerpos que campeen.
Un hombre que mata un sastre porque quedó inconforme con el trabajo en Venezuela esta semana; unos narcotraficantes que incendian un casino en Monterrey con sus víctimas adentro la semana pasada. Cinco paramilitares que desmembraron a una familia y colgaron sus partes en troncos de árboles en Colombia hace cinco años, o dos oficiales que ideaban cómo economizar balas y utilizar partes del cuerpo humano para fabricar objetos tras gasear a sus víctimas en Alemania en 1941, son en un reflejo, más allá o acá, de que la civilización está aún incivilizada.
El mundo de los juegos romanos que aparece retratado en Breve Historia de los Gladiadores, de Daniel Mannix, parece, a primera vista, increíble por su ferocidad. Hombre y mujeres excitados viendo cómo animales salvajes devoraban a otros hombres y mujeres; aplaudiendo las crucifixiones, las incineraciones de gente viva, los desmembramientos, no está muy lejos de la realidad de los “tiempo modernos”. Y así dice Juan Luis Cebrián en el prólogo: “ Solo necesitamos asomarnos a las cámaras de gas, los campos de la muerte de Camboya, las fosas comunes de Ruanda y de Kosovo, para darnos cuenta de que el populacho está siempre con nosotros, siempre pidiendo más sangre”. Sin querer ir tan lejos, las calles de los barrios caraqueños y las cárceles venezolanas son reflejo de esos coliseos. Vivimos en nuestra propia Roma salvaje del siglo XXI.
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