El último baño de masas de Carlos Andrés


Varias personas hacen fila para ver el féretro (FLB)

Se respiraba como la muerte de un rey destronado, de esos del Medio Oriente, la vieja Europa y las tierras lejanas que alguna vez llevaron sobre sí suntuosas jemas y alhajas de fino oro bañadas de poder. Pero aquí no hubo el silencio sacramental que se le guarda a la muerte. Al contrario, el coro de murmullos, lágrimas pérdidas y reverencias desordenadas, se golpeaban entre la muchedumbre ansiosa por honrar al que un día fue el hombre fuerte, la imagen feliz y sosegada de una Venezuela perturbada: al gocho Carlos Andrés Pérez (CAP)

Sin un atisbo de la solemnidad protocolaria de los funerales de Estado. Sin guardias de honor enfundando sus rifles de acero con trajes dorados. Sin la sombra de un Presidente de alguna nación recóndita de las que visitó CAP. Sin las banderas de hilo de oro o los pabilos de esperma consumiéndose, cientos de venezolanos estaban allí, en la vieja “Casa del Pueblo” de Acción Democrática (AD) haciendo filas para, por escasos minutos, agradecer o injuriar en silencio o a grito pelado, con la mano sobre el ataúd y el corazón, al único hombre que hizo sentir a los venezolanos que eran verdaderamente ricos y poderosos, y que al final, por esas extrañas lecciones que dan los años y la política, demostró que fue un verdadero demócrata a pesar de sus errores.


Una mujer toma varias fotos al féretro de CAP (FLB)

Por la verja de aquella Casa del Pueblo convertida en funeraria llegaron por la mañana --desde muchos rincones del país--: Cacigua, Cordero, Upata, Pampapatar, Araya, y así una bastión de nombres de pueblos perdidos, hombres y mujeres que durante años fueron testigos del poder mayestático de Carlos Andrés, otorgándole una aura de santidad que para muchos era tan real como lo que hizo y no. “El vino ahora hacer justicia… lo sé. Él vino a salvarnos como cuando estábamos en la miseria”, murmuraba impávida hablando a ciegas aquella mujer que no se cansaba de retratar con el celular la urna del gocho apostada en el corredor central de aquel galpón convertido en hemiciclo del poder.

Unos pedían ver aquella caja improvisada en un auditorio engalanado con el tricolor nacional, el cuerpo ardiente del viejo presidente como indica el último pacto entre los vivos y los muertos. “Si no muestran el cadáver, para qué lo vamos a ver, yo me lo voy a encontrar dentro de poquito por allá, yo me voy dentro de nada”, se quejaba un anciano furioso al ver la urna cerrada cubierta por la bandera nacional, mientras la muchedumbre delirante hacía fila de pie y parados esperando su turno para tocar el féretro y ser parte de la historia que termina por escribir CAP.


Ancianos con sus bastones variopintos. Si acaso uno que otro “aliado de la juventud adeca”, había pocos, por no decir, ninguno. Sí hombres y mujeres sin distinción de las clases: blancos, negros, obreros, trajeados, ciegos, gordos, enanos, niños vestidos de escolares: el gocho Carlos Andrés logró lo que por mucho tiempo Acción Democrática no pudo hacer en un solo día: unirse por un solo hombre.

Vestidos con la albura adeca, con las consignas de Carlos Andrés bañando su pecho en las camisetas, chapas con su cara, mujeres posando con los retratos de su “héroe”, una anciana llorando como por la muerte del marido, un niño perdido haciendo cola quién sabe para qué, el velorio del cuarto presidente de la democracia venezolana fue un reencuentro del pasado con el presente, esos dos vecinos que conviven pero se odian enconadamente sonriéndose de vez en cuando.



Lo poco que para la gente pasaba inadvertido en aquel funeral de humilde solemnidad, es que las colas de gentes bajo el asfixiante sol eran para pedirle al gocho “justicia”. A eso venían muchos, como los feligreses que van al templo a orar por los milagros. Llenaban el libro de condolencias con enormes letras y escuetas palabras de gracias y recuerdos terminando con delicados suspiros de inspiración. De las enormes coronas de flores arrancaban pétalos para llevarlos a algún sitio. Y es que el funeral de CAP fue realmente como el de los pueblos de antaño pero sin el pocillo de café o el caldo de pollo. Realmente su último mitin.

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