Un estilo de fanatismo venezolano
Tengo que confesar, que ya como un ritual, acudo bien temprano en la mañana los martes y jueves, a comer arepas a la “Arepera Socialista” que tiene el Gobierno en Parque Central. Tras mi práctica habitual de natación, de la cual salgo hambriento y derrotado, llegar a este lugar es como entrar al Arca de Noé: se encuentra de todo.
Mi intención, sin embargo, no es departir sobre mi apetito famélico o cuántas arepas soy capaz de devorar. El objetivo, al contrario, es solo contar sucintamente cómo los venezolanos ya hemos logrado llevar la redención de la imagen de Hugo Chávez a la arepa.
En esta Arepera Socialista no resulta curioso ver la gran cantidad de personas que acuden: un desayuno bien proporcionado como el que ofrecen, a 7.5 bolívares la arepa, es un absurdo que se tiene que aprovechar. Pero allí, como un crucifijo en la pared (en todas las paredes), está la sempiterna imagen de Chávez, el que todo lo ve y en todos lados está. El precio extra es adorar.
Los tres televisores que adornan el lugar transmiten la programación de los tres grandes canales del Estado: VTV, Telesur y Tves. Silentes, pero como si emitieran un ruido estentóreo, los fogonazos no dejan de mostrar una y mil veces la figura del Primer Mandatario. De rojo, de azul, de arcoíris, su imagen aparece como el redentor.
Las cuatro paredes, como sostén de ese templo del arepismo, están forradas con imágenes de Chávez comiendo arepa, viéndola, sosteniéndola, pero siempre él. A lo lejos, un enorme poste desprende apenas la figura del Libertador. No faltan los periódicos gratuitos del Gobierno, o los panfletos propagandísticos.
Así las bandejas, los uniformes de los empleados, la escoba, --las mesas se salvan porque están revestidas de la bandera venezolana--, están de rojo, un rojo apagado, desgastado, de esos que el agua y el jabón consumen y deja con metástasis.
Esa exacerbación del culto al hombre y al ego del “Comandante Presidente” desde las Areperas se convierte en un centro de campaña política, en una casa electoral, en un templo a la adoración roja del poder. Una referencia al fanatismo inquietante. ¿Por qué preocuparse por los designios de una arepa?
Stanley Milgran, un reconocido psicólogo estadounidense, definía al fanático “como quien llega a los extremos en creencias, sentimientos y acciones”. Citado en una magistral tesis titulada “Psicología del Fanatismo”, de Federico Javaloy Mazón, de la Universidad de Barcelona, el tesista detallaba con fina precisión cómo ese fanatismo es desorientador, tal así como lo he percibido por estos días.
Milgran en su obra, “Obedience to authority”, “analizaba principalmente la obediencia extrema (es decir, fanática), en la cual un hombre se siente responsable frente a la autoridad que le dirige, pero no siente responsabilidad alguna respecto del contenido de las acciones que le son prescritas por la autoridad”, escribía Javaloy Mazón.
En dicho templo del arepismo hay un sentido de pertenencia a ese modelo político “rojo”, que si bien es producto de un cambio conductual y social producto del “socialismo del siglo XXI”, muchos de los que están allí saben en el fondo que eso es “único” y casi irreal, una muestra del milagro, de lo que merecen como ejemplo de la justicia, y que si Chávez perdiera, se extinguiera su imagen, su voz, se desmoronaría la suprema felicidad.
Ellos saben que hay una vida más costosa; mayor inseguridad, una pérdida de los valores sociales, del respecto, de la tolerancia e incluso de la identidad nacional. Una exacerbación del sectarismo, del racismo y del clasismo que el chavismo recalcitrante propulsó para acentuarse, pero como subraya Milgran el fanático “no siente responsabilidad alguna respecto del contenido de las acciones que le son prescritas por la autoridad”. Actúan y ya.
Un comensal de la arepera –o fanático exacerbado, quizá--, me ayudó la semana pasada a despejar mis dudas. Un pase simultáneo de la televisión mostrando a Chávez hizo que se exaltara y en pleno éxtasis al ver la imagen del “Comandante Presidente” gritó desde el corazón: “Te debemos esta arepa, y por eso estamos aquí”, lo que reventó una asonada entre algunos presentes, de breves aplausos y risas. Tras ellos el ritual del desayuno, volvió a su andanza.
“¿Cómo curar a un fanático?”, se preguntaba Amos Oz, el brillante escritor israelí que en su obra “Contra el fanatismo”, deshuesaba lo que para él es una realidad corriente de su tierra. Oz consagra una o dos reflexiones a la naturaleza del fanatismo y a las formas, y sino puede curarlo, al menos dice, se puede controlar. “Se trata de una lucha entre los que piensan que la justicia, se entienda lo que se entienda por dicha palabra, es más importante que la vida, y aquellos que, como nosotros, pensamos que la vida tiene prioridad sobre muchos otros valores, convicciones o credos”.
Foto/El Universal |
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