La forja de los caballeros de la droga



Uno
Juan José Contreras Delgado llevaba un pantalón azul de mezclilla con zapatos deportivos a juego. Su edad se desconocía, no se supo sino días después de que su familia fuera a reconocerlo en Los Mochis, en el estado mexicano de Sinaloa, donde la policía lo halló decapitado y ejecutado a balazos. 

Contaba con 26 años.  Quienes lo asesinaron dejaron la cabeza del joven sobre su pecho y con sus manos sosteniéndola. Juan fue una de las 1.300 víctimas a quienes los sicarios al servicio del narcotráfico decapitaron en los últimos cinco años en México. La razón, como tantos otros casos, se desconoce. Lo que siempre se ventila en los pueblos, lapidariamente, es que “por algo sería”.


Esa suerte de canibalismo de los tiempos de la Roma Antigua es hoy la tarjeta de presentación de narcotraficantes y mafias del crimen organizado que cada vez buscan distinguirse y dejar su sello, una marca especial sin temor a ser reconocidos. Muy al contrario del pasado, hoy quieren el estrellato, la gloria mediática que los enaltezca como los “mero malos”. Los narcos también se forjan.

“Los ajusticiamientos del narco son una atroz exhibición de lo que les puede suceder a quienes deciden jugar al margen de las reglas”, confiesa  Diego Enrique Osorno, periodista mexicano célebre por sus libros de “lo narco”.

Yates, barcos, mansiones, joyas, ropa de diseñador, carros, amantes, prostitutas, pistolas de oro, balas de plata, una jerga, una palabra clave, un estilo. El ropaje de un narcotraficante es un código que proclama como quiere ser visto: con poder e indómito.

Dos
El poder enferma, ciega. Es una premisa comprobada, y eso lo sabe bien Miguel Ángel Ramírez, un reconocido abogado colombiano defensor de famosos narcotraficantes de todo el mundo, entre ellos el venezolano Walid Malked.

 “Los narcos siempre tienen más o menos unos 10 o 15 años de vida útil en el negocio. Lo primero que quieren es dinero, su valor agregado es el dinero, y ven en el tráfico de drogas su negocio, al grado de que pueden llegar a notarlo como lícito. ¿Tienen algo común todos ellos? “Que nunca se van a preguntar si realmente lo que hacen va a perjudicar a alguien”. Pierden la conciencia.




Pero el narcotraficante, y esto incluye a mujeres y hombres, generalmente se va haciendo por jerarquía, siempre empieza en el microtráfico o siendo gatillero de un narco grande, y dependiendo de los éxitos que vaya alcanzando en su carrera delictiva sube y escala posiciones. Comienzan de jóvenes, a los 12 o 15 años y su máxima obsesión es el dinero, asienta el criminólogo venezolano Javier Gorriño.


El arquetipo del narcotraficante ha ido evolucionando con los años. En los tiempos de la mafia americana con Al Capone y los gánster, “los malos” buscaban seguir ese estereotipo de villano elegante y exquisito rodeado de mujeres hermosas y codeado con la política. Hoy como ayer, el narco quiere lo mismo, pero sin esconderse, que en un cenotafio se exponga su nombre y apellido. Y, si se puede, lo bendito y sacrílego que hizo sobre la Tierra.

La teniente María Salas Gómez (nombre ficticio) la llaman “la mami narcopolicía”. “Así me dicen en casa mis niños… ellos a sus amigos no le pueden dar mucho detalle de lo que hago en la Policía de Colombia, simplemente saben que buscamos a bandidos”, cuenta Salas, de 39 años, 15 de ellos al servicio de la justicia.  

“Desde el fin de la época de Pablo Escobar todo es más fácil porque con él se rompieron las estructuras, y con su muerte en Colombia el mundo de la mafia supo entonces que debían cuidarse. Creo que un narco tiene un perfil claro: es vanidoso, ridículo a veces, pero sobre todo, malo, perverso, porque si no matas, te matan, y así va el negocio”, apunta con un tono rabioso la teniente.

Tres
El narco de hoy está en desacuerdo con la discreción, reconoce Osorno. “Eso es porque son más descarados, se resguardan mejor y quieren mitificarse, que te lo digo yo”, ataja Salas. Pero el periodista mexicano, que como esta policía conoce los intríngulis del “mundo narco” añadía: “Ya ellos no quieren lucirse nada más en los bailes masivos o en las fiestas privadas que luego son del conocimiento público, quieren que los vean”.

“Mientras más crece y se divulga el estigma del narco, el narco lo reafirma más. De la punta de las botas de avestruz australiana a los botones fosforescentes de las camisas de Versace adaptación vaquera, la clandestinidad por lo ilegal de las actividades está quedando hoy para otro momento”, reflexionaba Osorno en su libro El cartel de Sinaloa, en el que desnuda en fragmentos el poderoso mundo de esta peligrosa narcoorganización mexicana.


 La mayor sorpresa que se llevó la policía cuando allanó la casa de Juan Carlos Ramírez Abadía, alias Chupeta, fue encontrarse una enorme cantidad de calzoncillos con estampados de la muñeca Hello Kitty que el peligroso narcotraficante colombiano poseía.

Arrestado en Brasil, de lo que menos se sorprendieron las autoridades fue de la
fortuna de Chupeta: 1.800 millones de dólares, que incluían 55 millones, en parte en barras de oro. En Brasil poseía mansiones, haciendas, yates, aviones y carísimos automóviles.

A pesar de que no está claro el límite entre realidad y leyenda, a este narco de 45 años y graduado en economía se le atribuyen al menos 350 asesinatos, entre ellos los de 35 miembros de la familia de Víctor Patiño Fómeque, otro capo de las drogas que intentó disputarle poder.

Los narcos también tienen necesidad de ejercer el poder. “En general a los narcos mexicanos les gusta que se sepa que son narcos, es un orgullo pero también una forma de amedrentar, de hacerse presente y de llamar la atención, aunque temas voltear a verlos”, describe el también reportero mexicano Javier Arturo Valez, un fiel testigo del horror que vive su país tras declararle el Gobierno la “guerra” al crimen organizado en diciembre de 2006 costándole a México más de 35 mil muertos.

Cuatro
Los criminólogos han demostrado que los narcos poseen características psicológicas particulares que los hacen buenos para los negocios, les gusta el riesgo, son calculadores en su toma de decisiones y ‘emprendedores, según deducía la investigadora mexicana Virdiana Ríos, de la Universidad de Harvard.

A Pablo Escobar Gaviria le encantaba ser reconocido como un mecenas de los pobres, le decían “papá Pablo”. Regalaba lavadoras, dinero en efectivo y hacía obras de caridad en toda Colombia a merced de su poder como jefe del hoy extinto Cartel del Medellín, la mayor organización de narcotraficantes del mundo que durante una década mantuvo a Colombia en jaque.



“Dentro de esas grandes mafias fuertes hay hombres y mujeres débiles, que están por dinero, que en el fondo aman a sus familias y quieren salir de allí pero es imposible, una vez estás dentro, ‘ellos’ te consumen y para escapar…”, advierte la teniente colombiana.  

En las entrañas de la cárcel de máxima seguridad de La Picota, en Bogotá, Raúl Agudelo, alias "Olivo Saldaña", un exguerrillero de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), pasará unos cuantos años por los tantos delitos de los que se le acusa, entre ellos, haber administrado la “narcofortuna” de ese grupo insurgente del que hizo parte por 20 años. 
 
En el pabellón de Alta Seguridad donde reside, hay un enorme cristal cubierto de hojas de periódico, un recuerdo mortuorio de cómo se pasa el tiempo tras las rejas. Un sillón que detecta metales y en el que él debe sentarse decora el lúgubre escenario. Al final toma una silla plástica y ajusta su chaqueta. “Así terminamos todos los que nos portamos mal a veces, así que pórtese bien”, me dice el colombiano.  

“Uno hace estas cosas por ideología al principio, luego viene lo ilícito y te envicias. No se sabe quiénes son los amigos y menos los enemigos, y lo peor pa uno es perder la confianza, solo le crees al espejito”, reconoce Olivo Saldaña sin titubear un solo momento.   

El abogado Ramírez se ha sentado cara a cara con no sabe cuántos hombres y mujeres acusados de ser narcotraficantes y sabe que “ellos cuando caen tardan mucho en procesar y digerir que todo ha terminado”. “La cárcel para ellos no es un lugar donde puedan reformular sus valores, sino que es un lugar de castigo de donde quieren salir y ya. Mi meta es siempre al final cómo hacer que tengan la menor pena y menos sufrimiento mientras expían sus propias culpas”.   

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