La muerte de Nicolás
Vadim Ghirda/AP/File |
El exceso de poder tiene la
facultad de cegar al más ávido de los políticos, no importa su experiencia y el
círculo sobre el que se rodee, al final, ellos actúan como papanatas.
Algo así le ocurrió al
dictador de Rumania, Nicolai Ceausescu, en sus últimos días en el poder para
1989, cuyos paralelismos con la Venezuela de Nicolás Maduro asoman la manera en
que 18 años de revolución chavista acabarán por la terca voluntad de aferrarse
al poder.
Desde la convulsa Rumania de aquellos días,
el periodista español Hermann Tertsch, describía como Nicolai y su esposa Elena gobernaron el país durante 24 años con mano de
hierro, “con un culto a la personalidad de ambos insólito en Europa y una
represión de monstruosas proporciones”.
El dictador decoraba los palacios con cuadros de su imagen |
Para el propio Tertsch “la magnitud de
tal represión ha sido comprensible… cuando las, fuerzas de seguridad han
causado entre 60.000 y 80.000 víctimas”.
Por esos días el mundo aún
recordaba anonado lo ocurrido en la Plaza de Tiananmen, en Pekín, entre mayo y
junio de 1989, cuando las fuerzas militares chinas reprimieron de forma
sangrienta las manifestaciones estudiantiles que reivindicaban una apertura del
régimen comunista conforme otro sector estaba asfixiado por las reformas
económicas adelantadas por el presidente Deng Xiaoping.
A medida que Ceausescu, de
70 años, se sentía asfixiado por la presión popular en lo que serían sus
últimos días poderoso, el 21 de diciembre convocó una baño de masas con sus seguidores que,
todo lo contrario, lo abuchearon criticándole la situación del país.
Ni las promesas de aumentar
los sueldos, controlar la inflación, el viejo discurso fantasmagórico del
“enemigo capitalista” apaciguó el hambre de cambios que los rumanos sentían
conforme el campo socialista se desmoronaba en toda Europa.
El principal error del
régimen fue negarse a las reformas económicas y sociales que desde hacía un
tiempo en la Unión Soviética se venían dando. Ceausescu pensaba que su poder,
omnímodo, se mantendría a medida que su propio círculo de poder le hizo creer
que el pueblo rumano estaba con él.
La pareja presidencial venezolana |
El día de aquella concentración,
Ceausescu pudo darse cuenta de que su
poder de infligir miedo sobre la gente se había acabado. La propia televisión
rumana aquel 21 de diciembre, en víspera de la navidad, captó el asombro del
dictadora al ver a un pueblo enardecido que pedía literalmente su cabeza.
Desde la ciudad de
Timisoara, donde se dieron las grandes revueltas y el ejército disparó contra
la población, el temeroso dictadora huyo junto a su esposa, Elena, y dos
ayudantes, en un helicóptero militar a las afueras de la ciudad, pero fueron
capturados, juzgados en un tribunal ex
profeso y ejecutados por un pelotón el 24 de diciembre.
Acusados de corrupción y
genocidio, el matrimonio Ceausescu no midió el costo de un país descontento y
hastiado de su ruinosa condición de vida. Más que reprimir y orquestar un
verdadero genocidio en pocas semanas, el vetusto dictador confiaba en que su
poder era omnímodo, sobre todo, porque se creía amado eternamente, y su círculo
íntimo lo hizo ver así.
El socialismo rumano,
construido a expensas de represión, de la escasez de alimentos (Ceausescu
prefirió autorizar la exportación de alimentos a expensas de la hambruna que se
estaba generando, para favorecer a sus aliados externos) y una maquinaria
propagandística única, se consumió así mismo por su enfermiza visión de que
todo lo que hace es lo moralmente correcto.
Con todo, lo que ocurre en
Venezuela es el peor desenlace del proceso “revolucionario” que comenzó hace
casi dos décadas en América Latina con la llegada de Hugo Chávez al poder.
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