Lo que enseña Ruanda cuando se invoca el odio
El odio, la venganza, el racismo y el apetito de poder, fueron las semillas de gestación del genocidio ruandés, pero nada de esto hubiese sido posible sin el hecho de que el pueblo se sintiera en la obligación de actuar, de matar. Manipulados, quedaba solo esperar lo peor. Y ocurrió
En pleno
corazón de África, rodeada de verdes montañas y pastizales, está Ruanda, la
última escuela del horror humano del siglo XX.
Allí la mayores plagas que azotaron el país, ahora 23 años atrás, fueron
las ansias de poder y el odio profesado hacia una minoría del país que a punta
de machetazos perdió a casi un millón de los suyos.
La división
étnica y racial que reinó en Ruanda durante dos siglos vivió su hecatombe en
1994, cuando la mayoría hutus que gobernaba el país promovió el asesinato
sistemático de la minoría tutsi, aunque también de los moderados de ambas
étnicas, en un genocidio que costó la vida a casi un millón de personas.
La historia de Ruanda es el capítulo final del lado
más oscuro del colonialismo europeo, pero lo que ahora debe quedar en la
memoria colectiva, es lo peligroso en que puede convertirse las ansias de
venganza, el descontrol del poder, y, más importante aún, el afán de que un
pueblo se vuelva culpable para redimirse.
El 6 de abril de 1994 un misil derriba
el avión en el que viajaban los presidentes de Ruanda y de Burundi. La muerte
del dictador ruandés, Juvenal Habyarimana, hizo estallar las tensiones sociales
atesoradas entre las dos etnias dominantes en el país africano desatando la
gran masacre.
Un hombre hutus en un hospital de la Cruz Roja (James Natchwey) |
El proyecto genocida, como recordará la historiadora Anna
Bastida, se puso en marcha como alternativa a la
implantación de un plan internacional de paz promovido por varios países
africanos (Acuerdos de Arusha) y que preveía que ambas etnias compartieran el
poder, derivando no solo en un genocidio de carácter étnico sino político.
Entre abril y julio de 1994 estalló entonces un conflicto en
el que, entre balas y machetazos, cientos de miles de hombres, mujeres y niños,
fueron descuartizados, violados y desplazados, conforme el ideal de venganza
social se iba expandiendo por el país.
Se trató de un genocidio no solo perpetrado por militares y
oficiales, sino por pobladores radicales que llamaban tanto a hutus como tutsis
a matar a quien fuese visto como “moderado”, aunque en el peor de los casos la
ensaña fue contra los tutsis, en una forma de venganza contra el pasado.
Cadáveres apilados durante el genocidio (Archivo) |
Desde la emisora “Radio Mil Colinas” se daban nombres de
tutsis y hutus, se hablaba no de “ir a matar” sino “ir a cumplir el trabajo”,
de “mate a los tutsis, matar a sus bebes”, una orden que miles de pobladores,
en su mayoría analfabetas cumplió a cabalidad.
Por eso en 2003, el Tribunal Penal Internacional para Ruanda procesó a
los responsables de “Mil Colinas” condenándolos a cadena perpetua por genocidio
e incitación a perpetrarlo.
El odio, la
venganza, el racismo y el apetito de poder, fueron las semillas de gestación del genocidio
ruandés, pero nada de esto hubiese sido posible sin el hecho de que el pueblo
se sintiera en la obligación de actuar, de matar. Manipulados, quedaba solo
esperar lo peor. Y ocurrió.
La solución
final, como describió años después el periodista polaco, Ryszard Kapuscinski, no fue el
único objetivo que perseguían los líderes del régimen, también era importante
cómo conseguirlo.
“Se trataba de que en el camino hacia el Ideal
Supremo, que consistía en eliminar al enemigo de una vez para siempre, se
crease una comunión criminal entre el pueblo; de que, a consecuencia de una participación
masiva en el genocidio, surgiese un sentimiento de culpa unificador; de que
todos y cada uno supiesen que, desde el momento en que habían cometido
algún asesinato, se cerniría sobre ellos la irrevocable ley de la revancha, a través
de la cual divisarían el fantasma de su propia muerte”.
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