Lo que se dice de los elefantes



Los amantes de África nunca dejan de hablar de las enormes sabanas y estepas de su geografía, de los atardeceres coloridos o de sus cándidas mañanas. Ryszard Kapuscinski conservaba un grato recuerdo, en sus tantos periplos y vivencias en ese continente, cuando le hablaron de los elefantes. Leyendo “Ébano”, quizá el mayor tesoro en lo que se refiere al periodismo en ese mundo, el laureado escritor polaco expresaba su asombro por lo que se decía de aquellas bestias.

Un elefante adulto puede comer hasta trescientos kilos de alimentos por día y su expectativa de vida es de ochenta años, casi igual que un ser humano. El escritor nicaragüense, Sergio Ramírez, presentaba al elefante en su obra “el reino animal” como una criatura de “duelos y quebrantos”. Explicaba en esas hojas que existían diferencias entre los elefantes africanos y los asiáticos, pues los primeros eran más grandes que el segundo, pero que el mayor contraste entre ambos era que los de Asia no tienen colmillos de marfil y los africanos sí.

El negocio del marfil del elefante alimentó por años la ansiedad de los conquistadores europeos por obtener el rico oro blanco de incalculable valor que produce ese animal. A los portugueses, grandes comercializadores de esa materia durante siglos, les interesaba conocer dónde estaban los cementerios de elefantes africanos para, de esa forma, sustraer sus colmillos y sin sangre, mucho trabajo o sin gastar municiones, obtener ingentes riquezas.

Cuenta Kapuscinski que el cómo morían los elefantes era un secreto que los africanos habían guardado frente a los blancos colonizadores durante mucho tiempo. ¿Por qué? Porque el elefante es un animal sagrado y también lo es su muerte. “Y todo lo sagrado –recuerda— está protegido por el más impenetrable de los misterios”.


Durante su convalecencia con malaria, a Kapuscinski un viejo doctor de Kampala le contó la “verdadera historia de esa muerte”, y parte de ese relato desnudaba la pureza de aquel hercúleo animal:

“La admiración más grande siempre la había despertado el hecho de que el elefante no tenía enemigos en el mundo animal. Nadie era capaz de vencerlo. Solo podía morir (tiempo ha) de muerte natural. Ésta solía producirse al ponerse el sol, cuando los elefantes acudían a sus abrevaderos. Se detenían en la orilla de un lago o de un río, alargaban las trompas, las sumergían en el agua y bebían. Pero llegaba el momento en que un elefante viejo y cansado ya no podía levantar la trompa y para saciar la sed tenía que adentrarse en el lago cada vez más. Ya también cada más, sus patas se hundían en el légamo. El lago lo succionaba, lo atraía a sus insondables profundidades. Él, durante un tiempo, se defendía agitándose, intentado liberar las patas de la tenaza del légamo para poder regresar a la orilla, pero su propia masa resultaba demasiado grande y la fuerza del fondo era tan paralizante que el animal, finalmente, perdía el equilibrio, se caía y desaparecía bajo las aguas para siempre”. Y era allí… en el fondo de esos enormes lagos, donde yacen los cementerios de los elefantes.

Ahora cada vez que veamos el retrato de uno de estos animales, cuando percibamos su monumentalidad en un circo, en un parque de atracciones o un museo con su cuerpo disecado, habrá que rendir honor al que quizá sea uno de los herbívoros más poderosos del mundo con una bondad incalculable. Ellos lo recordaran. Y es que los elefantes tienen mayor capacidad de almacenar información que los humanos, porque su cerebro posee más circunvalaciones loburales que el de las personas. Por eso su gran memoria, su sabiduría, su amor familiar es fundamental para sobrevivir durante tantos años… si no se los mata en casería.


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