El riesgo de predecir las victorias


No me atrevo hacer predicciones. Mucho menos ser triunfalista. Peor aún, me aparto de desacreditar a cada una de las campañas en cuanto a sus discursos, cada cual, en su sintonía, apunta a lo que quiere. La de Nicolás Maduro, a vivir una utopía que minó al país de división, crisis económica, inseguridad. La de Henrique Capriles, por su lado, que promete acabar con los vicios, enderezar el país, activar la economía, enterrar las divisiones. Es  por eso, quizá, que le cueste ganar. Por sus buenos deseos.

La exacerbación del fanatismo a través de todos sus medios, la gran arma de la revolución bolivariana, ayudó a endiosar a Hugo Chávez. Es una verdad de Perogrullo, pero hay que reflejarla. Esa misma maquinaria está activada a la enésima potencia junto a otros medios que buscan crear el país de las utopías por las que se alimenta el chavismo. Venezuela está mal, y nadie lo puede negar, nadie. Ni el más adinerado o rico que ahora es víctima de secuestros hasta el más pobre que sigue siendo más pobre. Y el que escaló a una mejor vida social está sintiendo los recuerdos de los malos tiempos.

Se pone a prueba entonces dos modelos, de nuevo, este domingo. Y ahora sí, definitivamente, el país se juega su historia y su porvenir. El 7 de octubre la gente votaba con la duda de si Chávez podía sobrevivir, con la duda de si realmente estaba sanado. No fue así, y ahora se verá si realmente su modelo existe o si los venezolanos están hastiados de ineficientes medidas.

De confirmarse esa victoria chavista, no queda más que garantizar dos cosas: que un grueso del país se convenció de que el Socialismo es la única alternativa para gobernar y que la ignorancia es una enfermedad incurable.

Muchos han hecho de las suyas con la anarquía; se han enriquecido con la corrupción; gobiernan en sus calles, barrios, edificios, con la garantía de que nada les pasara, mientras otros, trabajan humildemente, se benefician de la ayuda social cuando esos “otros” lo único que hacen es aprovecharse y su secreto radica en el miedo, en el poder de influencia sobre los más vulnerables. Ellos, los que tienen el poder en todas las formas posible, son los que más anhelan que nada cambie para seguir controlando porque  ya están enfermos de prepotencia.

Hace un par de días, en la parada del autobús, una señora entabló conversación. Militaba al chavismo porque su franela así lo demostraba. Hablábamos de las plantas, del calor del día, pero necesitaba escucharle, haciéndome pasar por una chavista como ella, sobre qué opinaba de la inseguridad en Venezuela.

Para blindar mi amor al socialismo patrio describí un mar de logros y dádivas hacia Maduro y el “proceso” donde el comentario que espeté sobre el vandalismo hizo cambiar su rostro y fue la perla: “eso es por los colombianos, ellos tienen la culpa de la inseguridad”, fue su argumento.

Anonadado por aquel razonamiento inverosímil lo único que me salió fue otra pregunta menos creíble: “¿Usted cree que los colombianos?” Y ella convencida, como quien tiene la verdad y al mundo en las manos, lo reafirmaba: “¡Claro! Ellos son los que trajeron para joder todo esto aquí, están en todos lados, toditos son colombianos. En la televisión siempre lo dicen”.

Por más que hablé de los tribunales colapsados y las cosas caras, como quien busca justificar al ladrón, la señora me acabó demostrando con sus últimas palabras la razón por la que hemos caída en una sociedad deprimida, una sociedad miedosa en muchos aspectos: “lo que hay que hacer es andar sin nada y ya”.

Ese conformismo lastimero, como quien es la víctima el culpable de ser robado,  el indefenso, es la forma de justificar el miedo que muchos esconden, y solo un país bajo esas condiciones es capaz de ser doblegado, controlado. Es la mejor represión del socialismo del siglo XXI.

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